Bogotá y sus alrededores: meca del ciclismo americano

A pedalazos se escribe una nueva historia del país. Además de las estrellas mundiales que se han formado en la escarpada geografía nacional, toda una rica cultura local gira en torno a los caballitos de acero. La estratégica ubicación de Bogotá, la convierte en un ideal destino ciclístico para conquistar las montañas de sus poblaciones vecinas.

 

Con las bicicletas llegan los ciclistas, que viajan como feligreses de un culto antiguo y viral, siempre decididos a coronar una nueva cumbre, y de paso compartir su pasión con algún colega. Junto a los ciclistas viene todo lo demás: el apetito que debe ser saciado después de un pedaleo arduo; la necesidad de algún repuesto, una nueva prenda de vestir o el simple capricho de llevar algo a casa.

Los ciclistas son embajadores apasionados y gregarios que esparcen su influencia a donde van. Son –somos– una logia internacional, casi siempre silenciosa y benigna que conquista territorios y los transforma.

Bogotá es el corazón latente de un sistema nervioso cuyo fluido está compuesto por pedalistas diversos. Desde ese centro, irrigada a través de arterias incontables, la savia se traslada hacia muchos puntos en busca de más y más terreno para recorrer. Los ciclistas de la capital empezamos nuestras incursiones dentro de sus fronteras asistidos por la infraestructura más extensa del continente: 500 kilómetros de vías exclusivas. Pero el ciclismo es un ansia contante que cada semana nos impulsa a ir por más, siempre más.

 

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Las primeras órbitas

En todo el mundo, para el año 2024, el negocio de las bicicletas que incluye los vehículos, la ropa y los accesorios, alcanzará una cifra total de 62 mil millones de dólares. Estados Unidos e Italia son los principales bastiones de esta industria global, pero Colombia es la plaza que más crece en Latinoamérica. La bicicleta es parte de nuestro espíritu nacional.

A partir de 1951, con la primera Vuelta a Colombia en bicicleta, las carreras dibujaron el mapa de un país que seguía siendo desconocido para sus propios habitantes. Con los años, atraídos por esa gesta, también muchos extranjeros quisieron recorrer la vasta geografía colombiana a punta de pedales.

En Bogotá, nuestra capital, cada día salen a las calles cerca de un millón de ciclistas que se mueven así por la ciudad. Los domingos, cuando se cierran grandes avenidas, la cifra crece en un número bastante considerable: más del 10 % de la población total sale a recorrer las vías en bicicleta.

Las redes primarias del sistema nervioso pedalista están en las avenidas bogotanas, donde progresan y se multiplican talleres para bicicletas, ventas de ropa, tiendas de ciclismo de diverso tamaño y un largo etcétera. Todo este sistema surgió y ha evolucionado como consecuencia del fenómeno ciclista; es un ecosistema humano y económico que no existiría sin la bicicleta. Pero su lógica ha crecido en órbitas que ahora superan a la capital.

El Alto de Patios es el ejemplo más antiguo y evidente de este proceso: un punto primordial de la conquista en dos ruedas. Patios solía ser un simple paradero en el camino que conduce de Bogotá al pueblo de La Calera; con una estación de combustible, un peaje y unos pocos ventorrillos para los viajantes. Pero el ascenso de siete kilómetros se convirtió en una zona de entrenamiento para ciclistas aficionados; una serie de curvas de inclinación media y a veces pronunciada, que eleva a los entusiastas por encima de la ciudad en cuestión de minutos. Media hora es un buen tiempo para coronar, y cada domingo al menos cinco mil ciclistas completan este recorrido. Al llegar, una amplia batería de opciones se abre ante los ojos del esforzado pedalista que jadea.

 

¿Sabías que la geografía colombiana permite que, incluso en las rutas para principiantes, los ciclistas asciendan a más de 3.000 metros sobre el nivel del mar?

 

Patios ofrece al menos treinta locales donde se puede escoger un buen desayuno: huevos al gusto con arepa boyacense rellena de queso, pandebonos y almojábanas recién horneadas, empanadas, bagels, sánduches, tortas, jugos, gaseosas, bebidas energéticas y, sobre todo, agua de panela, la bebida colombiana por antonomasia; la misma que tomaban los primeros corredores colombianos que disputaron el Tour de Francia. El Alto de Patios se vuelve cada domingo un festival que dura varias horas, desde temprano por la mañana hasta bien entrado el mediodía. Centenares de empleos directos e indirectos se generan, y decenas de familias se benefician de esta actividad.

 

Pueblos de la bicicleta.

 

Campesino subiendo en bicicleta la loma de un pueblo cercano a Bogotá
Foto por Juan Felipe Rubio

 

Ciclistas en bicicleta en los hermosos pueblos de Colombia
Foto por Juan Felipe Rubio

En estas poblaciones la cultura de la bicicleta toca a todos por igual: niños, campesinos, atletas en formación y profesionales comparten estas rutas.

 

Hacia rutas intensas

A través de los Cerros Orientales, por la vía que atraviesa La Calera, los ciclistas podemos acceder a distintas rutas. Muchos optan por subir el Alto de las Arepas en donde paran a desayunar antes de volver a Bogotá. Son unos cincuenta kilómetros ida y vuelta contados desde el Centro Internacional, corazón geográfico y económico de la capital.

Otros más ambiciosos y resistentes siguen derecho hasta una zona llamada El Cruce en el cual también ha prosperado otro rincón con establecimientos. Allí se pueden desayunar exquisitas empanadas, huevos al gusto, caldos criollos o delicias de muy buenas panaderías antes de emprender el regreso. Desde El Cruce se abren más opciones: bajar a Sopó y Briceño, dos pueblos del norte en plena sabana y volver por la autopista a Bogotá. O hacer el duro regreso por el mismo camino recorrido.

En la afluencia que frecuenta El Cruce es evidente cómo el ciclismo, un deporte democrático, convoca y mezcla a todas las clases sociales. Allí se ven hombres en su mayoría, alrededor de los cuarenta y los cincuenta años que visten ropa de la más fina (marcas internacionales que cuestan varios cientos de dólares), uniformes de los años ochenta que promocionan ferreterías y farmacias de barrio o equipos informales promovidos por los propios integrantes.

El ciclismo se ha vuelto un punto de encuentro para personas de todos los estratos económicos y la carretera las iguala. Los amigos y colegas se juntan para hacer deporte, para relajarse, pero igualmente para acordar trabajos que serán productivos para todos. Por eso dicen que es el nuevo golf, el punto de coincidencia donde se tejen importantes alianzas laborales. Pero algo relevante cambia cuando se pasa de los palos y los hoyos a los pedales: el escenario ya no es un campo extenso y privado, ahora la cancha es la ruta sin fin -la carretera- que todos compartimos en una ceremonia menos exclusiva y más igualitaria.

Desde El Cruce hacia el nororiente una subida conduce primero al pueblo de Guasca y luego hacia el Alto de La Cuchilla, uno de los ascensos más exigentes de la zona, muy cerca del embalse de Tominé. Ida y vuelta son unos 130 kilómetros desde la ciudad, con más de 2.500 metros de desnivel total durante el recorrido.

La Cuchilla, en términos de infraestructura y alternativas para quienes consiguen llegar, es el pasado de casi todos los enclaves ciclistas: un páramo solitario. El pionero de su oferta es un jovencito que sube hasta allá en moto, llevado por un tío con una pequeña cava llena de golosinas y dos termos de tinto, no más.

Recientemente se han sumado al chico dos o tres emprendedores minimalistas que montan sus mesas y venden jugos para los extenuados. En el tope de la montaña los ciclistas son recibidos solo por estas personas bajo una valla azul donde Nairo Quintana, el “escarabajo” más ganador en toda la historia del ciclismo colombiano, levanta los brazos bajo una frase que dice: “Coroné el Alto de La Cuchilla”.

 

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La gesta más loca es la gesta más bella

El páramo de El Verjón, ubicado en la parte más alta de la carretera que conduce desde el centro de Bogotá hacia Choachí, es probablemente el más bello de los ascensos y le permite a los ciclistas rodear la ciudad. La vía pavimentada discurre primero entre bosques, cruza por la garganta que divide los santuarios de Guadalupe y Monserrate, y conduce a una meseta ubicada a 3.400 metros sobre el nivel del mar. En el kilómetro 11, contado desde la Avenida Circunvalar, en un punto llamado La Tienda ya progresan varios puestos de comida y jugos en los cuales los ciclistas paran a recuperar las calorías invertidas. Es el lugar de mayor actividad en esta ruta, pero cada tanto, a la orilla de la carretera, van apareciendo nuevos emprendimientos de campesinos locales que ofrecen quesos criollos, huevos de gallina y de pato, tortas de maíz, arepas asadas al carbón, bocadillos de guayaba y bebidas naturales.

En la entrada del parque Matarredonda, ubicado en el kilómetro 18, hay un restaurante amplio, hecho de troncos y tablas, que se llena todos los fines de semana. La mayor parte de la clientela llega en bicicleta. Desde esa zona unos pocos ciclistas se descuelgan 23 kilómetros hasta Choachí, donde antes de emprender el desafío del regreso, desayunan en cualquiera de los negocios que allí se encuentran, en su mayoría frecuentados también por ciclistas.

No tiene ninguna razón lógica someterse a este tipo de suplicio, pero la vista que ofrecen nuestras montañas y los cañones que las dividen, no hay con qué pagarlos. Lo dijo el ciclista italiano Fausto Coppi, Il Campionissimo: “La gesta más loca es la gesta más bella”. El ciclismo es el deporte colombiano por naturaleza y aventura, biano por excelencia, quizá por el parecido íntimo quue guarda con el país: una proeza hecha de sacrificio y riesgo, recompensada por la velocidad, el viaje, la aventura y el orgullo de triunfar después de un esfuerzo resiliente y sostenido.

 

 Los escarabajos colombianos nos representan con pasión y orgullo.
Foto por Juan Felipe Rubio

El ciclismo se vive a diario con pasión y orgullo. Los antes llamados “escarabajos” son ahora figuras de talla mundial, admiradas por todos.

 

Hacia el occidente de Bogotá, por la salida de la calle 80 que conduce a Medellín -la segunda ciudad del país- la mayoría de los ciclistas ruedan en equipo rumbo al Alto del Vino y a La Vega. Otros elegimos pueblos pequeños como Subachoque, La Pradera, Tenjo y Tabio, una zona muy verde cruzada por carreteras poco transitadas que serpentean entre fincas de ganado y sembradíos cultivados en suelos fértiles.

Se trata de un ciclismo menos competitivo, más concebido para el paseo y la contemplación; aunque no deja de tener su grado de exigencia, pues se completan al menos cien kilómetros en ir y volver a la ciudad. En la plaza principal de Subachoque el fenómeno ciclista se ha tomado la economía local y proliferan antiguas casas de pobladores que ahora ofrecen toda clase de bocadillos para los ciclistas.

Por el norte abundan también locales de todo tipo donde entran y salen de forma permanente, sobre todo los domingos pero también entre semana, centenares de ciclistas que acostumbran rodar hacia esa zona del altiplano; hacia el embalse del Sisga, o hacia poblaciones como Chía, Zipaquirá o incuso Tunja.

Casi todos estos lugares promueven su oferta a través de las redes sociales, principalmente Instagram, una aplicación que se ha convertido en la gran vitrina del pedalismo nacional e internacional. Allí, a través de imágenes cada vez mejor producidas, hombres, mujeres y marcas comerciales exhiben los destellos de aventura y libertad que este deporte representa como forma de vida. El ciclismo es hermoso a la vista, aunque duele y exige un buen estado físico y mental a quienes lo practicamos. La relación se basa en el magnetismo potente que ejercen sobre nosotros los pedales. Como el que ejerce Bogotá sobre esta masa de ciclistas en constante crecimiento.

 

Texto por Sinar Alvarado

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