La playa sostenible de Cartagena de Indias

En el norte de Cartagena se vive una nueva experiencia: días de playa frente a un mar limpio, un bosque de manglar, precios justos y una comunidad anfitriona que trabaja en equipo para atender a sus visitantes.

 

La Boquilla es un corregimiento pesquero de raíces afrocaribeñas situado en el punto más al norte de Cartagena, ciudad que por décadas ha sido admirada en el mundo por su arquitectura e ingeniería colonial. Igualmente, es un refugio playero para quienes buscan alejarse por unas horas de la agitación del centro histórico y de las atestadas playas de Bocagrande.

En un buen día boquillero, del cielo cuelga el sol luminoso apaciguado por abundante brisa marina. Delgadas capas de arena gris oscuro se elevan y recubren los pies de los visitantes. Debajo de ese cielo y ese sol, la playa se abre generosa con sus carpas amarillas y quioscos de techo de palma enfilados frente a un mar azul verdoso, crispado y cristalino.

Para llegar a esta playa de 200 metros de largo, que recientemente obtuvo uno de los cuatro primeros certificados de Bandera Azul en Colombia, se requiere ir en carro durante veinte minutos desde el centro de la ciudad. La certificación recibida a finales de 2019 ha sido otorgada por la FEE (Fundación para la Educación Ambiental) a más de cuatro mil playas en el mundo desde 1985. Con este sello La Boquilla garantiza a quien la visita que, además de ser un tesoro natural y cultural de la ciudad, tiene aguas de baño puras, altos equipos de seguridad y protocolos de sostenibilidad transversales al ecosistema, la comunidad y la calidad de la experiencia.

Desde las siete de la mañana un equipo de nativos recibe a los visitantes. Prestan, entre otros, servicios de alquiler de carpas, quioscos y parasoles. Cuarenta y cuatro restaurantes organizados bajo un sistema estandarizado de precios ofrecen menús diversos de bebidas y alimentos. Para la tranquilidad de quienes llegan a mitad de la mañana lo mejor es informar a los dueños de los restaurantes, desde el principio, qué se eligen para el almuerzo. La recomendación siempre será la pesca del día: pargo, sierra, mojarra o jurel. Todo viene acompañado con arroz con coco y patacones de plátano verde.

 

La Boquilla.
Foto por Rafael Bossio

 

En las palanganas de las vendedoras de frutas que se pasean por la playa durante el día se puede encontrar un arcoíris deslumbrante para refrescar la mañana con pedazos de sandía, papaya, piña, mango, bananos. En las tardes, las vendedoras de dulces tradicionales deambulan por esa misma vía llevando el postre sobre sus cabezas: cocadas, caballitos (dulces de papaya), alegrías (dulces de maíz y coco), enyucados (dulces de yuca y coco).

Con palmeras y unos cuantos hoteles y condominios a sus espaldas, quien mira desde su silla asoleadora hacia el horizonte encuentra una larga y solitaria franja color cian, que, si no fuera por las boyas que delimitan la zona de bañistas parece llegar hasta el infinito. A lo lejos, a un costado, un desfile de cometas coloridas de kitesurf se desliza sobre la paleta de azules. La temporada de brisa va de diciembre hasta mayo, si bien en La Boquilla hay viento todo el año y por eso, siete escuelas de kitesurf y paddle ofrecen sus servicios a los interesados, desde clases para principiantes de una, tres y cinco horas, que oscilan entre los cincuenta y los doscientos cincuenta dólares, hasta planes de varios días para los más avanzados.

Si lo que busca es un rato de relajación en La Boquilla trabaja una cooperativa de masajistas que está conformada por personas que, antes de la certificación Bandera Azul, trabajaban en solitario por la playa.

 

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Ahora son un equipo de más de sesenta mujeres cabeza de familia que fueron capacitadas para ofrecer masajes terapéuticos y cuentan con infraestructura amable y profesional adaptada a la playa.

En el puesto de spa de vigas azules y verdes, con sábanas y camillas blancas, se ofrecen masajes que pueden ir desde cinco hasta veinte dólares y cuentan con un espacio en el que ofrecen frutas frescas, jugos naturales y otras bebidas.

Para quienes conocían los viejos días de La Boquilla, el espacio de disfrute ahora es más amplio y la seguridad es más evidente con sus puestos de vigilancia de la policía y los salvavidas entrenados. La oferta de vendedores y masajistas es además más ordenada que en el pasado e incluso, que en otras playas de la ciudad. “Se siente el trabajo con la comunidad” dice un turista bogotano que comparte en la orilla con su familia durante una mañana de diciembre.

Si has llegado hasta este punto del paseo, todo ha sido contemplación, arena y mar. Es momento entonces de introducirnos en uno de los planes más apasionantes que tiene Cartagena y que precisamente se esconde detrás de La Boquilla. Al pasar el cordón de arena de la playa se encuentra la Ciénaga de La Virgen, una laguna costera de 502 kilómetros cuadrados conectada a la bahía de la ciudad a través de caños y lagos interiores. La Ciénaga es un bosque en el que habitan tres especies distintas de mangles, la endémica jaiba azul y decenas de especies de aves como la llamativa garcita bueyera, la picuda ibis escarlata y el pato cucharo, también conocido como espátula rosada.

 

La Boquilla.

 

La Boquilla.
Foto por Rafael Bossio

 

Para recorrer este edén cienaguero se puede acudir a cualquiera de las tres organizaciones de turismo comunitario y ecotures que ofrecen variadas experiencias a los aventureros. Se puede, por ejemplo, salir después del amanecer con los pescadores de la comunidad, a alistar las redes para pescar cangrejos y pescados y terminar la mañana con un buen sancocho en el corazón de La Boquilla.

Otro plan en La Ciénaga es el avistamiento de aves, tanto nativas como migratorias, al amanecer o al caer la tarde. En cualquiera de los dos casos el plan comienza con el agua de un coco frío que aliviará la sed del paseo y la salida es en la playa sobre canoas artesanales que se adentran al bosque a través del mar.

Una vez adentro, el sonido de la playa y de la calle se deshacen y quedan el silencio y la brisa acariciando las hojas de los arbustos. La canoa flota sobre las llanas aguas verdes y espesas conducida por un guía nativo del corregimiento que, a medida que transita por las callejuelas espontáneas que ha construido el manglar, va narrando historias sobre la vida de la flora y la fauna que ahí habitan: Crustáceos, moluscos, pequeños mamíferos y pececillos acompañan el tránsito a través de túneles, determinados por el Estado que despiertan en quien los recorre: amor, felicidad, dicha y placer.

El paseo avanza hacia La Laguna de Juan Angola en el cual se hace el avistamiento de aves y donde algunos tours ofrecen la opción de sembrar plántulas de manglar para hacer crecer el bosque. La tarde cae sobre el mar mientras la canoa regresa a la playa después de dos o cuatro horas de recorrido (de acuerdo con el plan contratado).

El final del día, en Playa Azul, se cierra con la caída del sol que ocurre antes de las seis de la tarde. Se termina con la sensación de haber salido de otro lugar, otra Cartagena, una escondida detrás de las fantásticas narrativas coloniales, de reinados y de compras. Más allá de las murallas se despliega un mundo oceánico de una ciudad compuesta por lagunas, islas y caños. Ante la cara renovada de La Boquilla, Cartagena se convierte en una nueva ciudad por descubrir.

 

La Boquilla.
Foto por Rafael Bossio

Playas de La Boquilla, Cartagena de Indias.

 

Texto por Teresita Goyeneche

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